Gracias a la precisión del calendario, el más perfecto entre los pueblos mesoamericanos, los mayas eran capaces de organizar sus actividades cotidianas, y registrar simultáneamente el paso del tiempo, historizando los acontecimientos políticos y religiosos que consideraban cruciales.
Entre los mayas, un día cualquiera pertenece a una cantidad mayor de ciclos que en el calendario occidental. Al año astronómico de 365 días, denominado Haab, superponían el año sagrado de 260 días, llamado Tzolkin. Este último regía la vida de la “gente inferior”, las ceremonias religiosas, y la organización de las tareas agrícolas.
El año Haab, y el año Tzolkin formaban ciclos, al estilo de nuestras décadas o siglos, pero contados de veinte en veinte, o integrados por cincuenta y dos años.
Establecieron un “día cero”, que según los científicos corresponde al 12 de agosto de 3113 a.C. Se desconoce qué sucedió, aunque probablemente se trate de una fecha mítica.
A partir ese día los ciclos se sucedían. Sin embargo, la repetición dominaba a la linealidad. Podían suceder cosas diferentes al interior de cada período de veinte o cincuenta y dos años, pero cada secuencia era exactamente igual a otra, pasada o futura.
Así lo expresa el Libro del Chilam Balam: “Trece veces veinte años, y después siempre volverá a comenzar”.
La repetición crea problemas para traducir las fechas mayas a nuestro calendario, dado que resulta muy difícil identificar hechos parecidos de secuencias diferentes. La invasión tolteca del siglo X se confunde en las crónicas mayas con la invasión española sucedida quinientos años después.
Por ello, los libros sagrados de los mayas eran simultáneamente textos de historia y de predicción del futuro. En la perspectiva maya, pasado, presente y porvenir son una misma dimensión.
A la inversa, los historiadores contemporáneos recurren a las profecías mayas para conocer episodios del pasado de esta sociedad, en tanto la profecía expresa una forma de la memoria.
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