Qué historia sumerge la historia oficial
Memorias de un país
Por Jorge
Gelman *
Como ciudadano me parece una barbaridad que un gobierno se permita
censurar los contenidos elaborados por un grupo de historiadores para repensar
el significado del Bicentenario y el recorrido de dos siglos de historia. Como
historiador me parece una aberración. Parece querer decir que hay una
institución, en este caso el Ministerio de Educación de la ciudad, que se
arroga el derecho de definir cuál es la “verdad histórica” que se debe enseñar.
Y la historia, como la realidad social en la que vivimos, no es una, sino
múltiple. Los acontecimientos, los procesos, no tienen sentido en sí, sino
dentro de un contexto interpretativo que depende de nuestro lugar en el mundo,
de nuestras ideas, de nuestro conocimiento, etc. Por ello es que lo esencial
del aprendizaje no debe residir en aprender “la verdad”, sino en la adquisición
de herramientas para que cada uno alcance la capacidad de observar la historia
y el presente de manera crítica y desde diversas perspectivas.
El material elaborado para las escuelas secundarias porteñas en el
marco de las actividades del Bicentenario de la Revolución de Mayo se
inscribe dentro de la renovación de los estudios sobre la historia política
latinoamericana del siglo XIX y sobre los modos de concebir la formación de los
Estados nacionales. Desde hace varias décadas existen programas de
investigación de escala continental orientados por esta perspectiva. Como
explican las autoras en la introducción a estos materiales, “los relatos
históricos previos a este cambio explicaban los procesos de independencia
política desde un enfoque teleológico –o ‘al final del camino’—, en el cual la
idea de nación se suponía previa a la existencia de las naciones mismas”. De
esta manera, en los relatos prevalecientes sobre la construcción del
Estado-nación argentino sólo interesaba conocer todo aquello que había
contribuido a su constitución “inexorable”, que estaba “en la naturaleza de las
cosas”, haciendo caso omiso a una gran variedad de alternativas con las cuales
se enfrentaron los actores de esos procesos y que podían haber llevado a
resultados distintos. Por mencionar apenas un ejemplo entre mil: en el famoso
Congreso de Tucumán que proclama la independencia de las Provincias Unidas de
Sudamérica, esta indefinición espacial (“Sudamérica”) expresa bien la
indefinición del espacio político que se quería constituir. Baste pensar que en
dicho Congreso no se hallaban presentes las provincias del litoral –en ese
momento bajo control artiguista– y sí estaban los representantes de algunas del
Alto Perú, luego incluidas en Bolivia. Por no mencionar el absurdo de pensar
qué tipo de expectativa podían tener sobre ese congreso las poblaciones
aborígenes de Pampa-Patagonia y el Chaco, que habían resistido la dominación
española durante toda la colonia y lo seguirían haciendo hasta finales del
siglo XIX con los gobiernos republicanos. Es evidente que estos actores (y
muchos más, los “gauchos”, los esclavos, los comerciantes peninsulares, sus
hijos criollos, etc., etc.) tenían perspectivas muy distintas sobre lo que
estaba aconteciendo y lo que querían que sucediera.
En el trabajo censurado que aquí comentamos, sus autoras explican
que aquella “ficción” historiográfica eliminaba los caminos alternativos en la
construcción de ordenamientos e identidades políticas y así anulaba las
tensiones y resistencias que tuvieron lugar en el largo proceso de construcción
del Estado y la nación y de sus posteriores transformaciones. Ninguna propuesta
seria y rigurosa de enseñanza de la historia que considere estos temas puede
desconocer este tipo de abordaje, que reconoce la recepción de nuevas –y no tan
nuevas– corrientes que se desarrollan en la investigación histórica internacional.
Así recuperan una potente tradición historiográfica que, desde Benedict
Anderson y Eric Hobsbawm a Tulio Halperín y José Carlos Chiaramonte en nuestro
país, consideran a las naciones como productos históricos, nacidas en un tiempo
y espacio determinados.
Las autoras proponen a las celebraciones del Bicentenario de la Revolución de Mayo como
una oportunidad para revisar desde la enseñanza de la Historia y la Educación Cívica
algunos temas clásicos como la cuestión nacional, las instituciones
republicanas, la ciudadanía, las formas de identidad y de asociacionismo. Es
una muy buena noticia que estas interpretaciones se enseñen en nuestras
escuelas públicas. Es una muy mala noticia que estas propuestas sean
censuradas.
* Instituto Ravignani, UBA-Conicet.
¿Qué teme Bullrich?
Por Raúl O. Fradkin *
El ministro de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires
eligió el peor modo de conmemorar el Bicentenario: censurar los materiales que
preparó un equipo de especialistas (¡del propio ministerio!) para apoyar la
enseñanza de la historia en las escuelas medias. Para un historiador, la
lectura de esos materiales es una grata noticia. Su lectura muestra que (¡por
fin!) desde un ámbito oficial se impulsaba una auténtica renovación de los
enfoques aprovechando algunas de las principales novedades producidas en la
disciplina. Al parecer, el ministro cuestiona el empleo de una categoría
analítica –los grupos sociales subalternos– propuesta por Antonio Gramsci y
ello no puede dejar de ser alarmante. No sólo porque supone un acto de censura
y discriminación ideológica, sino porque ese “razonamiento” llevaría a excluir
de la formación de los profesores y de los insumos imprescindibles para la
enseñanza de la historia buena parte de los aportes que ha hecho la historiografía
en el último medio siglo. Alcanza con inventariar los autores que escribieron
libros decisivos apoyándose en esta categoría para imaginar sus consecuencias:
¿alguien puede imaginarse cómo un docente enseñaría las formas históricas de la
rebeldía popular sin conocer lo que escribió Eric Hobsbawm en los años ’50?
¿Cómo haría para enseñar la revolución industrial y la formación de las clases
obreras si desconociera la contribución de Edward Thompson en los ’60? ¿Cómo
abordaría las historias de las culturas populares europeas sin tener en cuenta
los textos que en los ’70 ofrecieron Carlo Ginzburg, Giovanni Levi o Natalie
Zemon Davis? ¿Podemos imaginar cómo sería la enseñanza de la historia americana
sin los libros de Alberto Flores Galindo, Steve Stern, Enrique Tandeter, Juan
C. Garavaglia o Carlos S. Assadourian? Más aún, ¿cómo sería una historia de la Argentina del siglo XX
sin leer lo que escribieron Juan C. Portantiero, Miguel Murmis, José Aricó,
Ernesto Laclau o Daniel James? La conclusión es clara: según parece, el
ministro quiere una enseñanza de la historia basada en visiones perimidas y
superadas. No parece el mejor camino para enseñar una historia científicamente
actualizada a estudiantes del siglo XXI... Mejor sería que destinara una
partida presupuestaria para que cada docente de la ciudad disponga de una
biblioteca actualizada con lo mejor de la bibliografía internacional.
El episodio nos muestra que la enseñanza de la historia debe ser
(¡de una vez por todas!) la enseñanza de una disciplina científica. Es una
necesidad educativa y la aspiración de la inmensa mayoría de los profesores.
Pero, para que sea posible, las autoridades de este ministerio deben propiciar
condiciones favorables. Una, imprescindible, es el pluralismo; otra, no menos
imprescindible, la actualización permanente de los docentes.
Cabe, entonces, una pregunta: ¿qué le molestó al ministro, a sus
asesores o allegados influyentes? ¿Una cita de Gramsci puesta al pie de página?
¿O que en estos materiales se haya elegido prestarles preferente atención a los
pueblos originarios, a los esclavos y a los afrodescendientes, a las mujeres y
a los trabajadores, ocupados o desocupados? ¿Qué es lo que se busca: una
enseñanza de la historia que los excluya? El ministro debiera entenderlo: la inclusión
de este tipo de actores sociales en el relato histórico no sólo pone en línea a
la enseñanza escolar de la historia con las perspectivas de la historiografía
internacional sino que les ofrece a los estudiantes una imagen mucho más rica,
dinámica y plural de nuestra historia, amplía el universo de los protagonistas
y les permite reconocerse en esa historia. Quizá lo entiende y es justamente
eso lo que teme.
* Profesor adjunto de Historia Argentina de la Facultad de Filosofía y
Letras de la UBA
y profesor asociado de Historia de América de la Universidad Nacional
de Luján.
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